sábado, 24 de febrero de 2018

ALFONSO I EL BATALLADOR, "REY DE LOS TEMPLARIOS"

A menudo, la última voluntad de un hombre es una losa para quienes lo sobreviven. Cuando el testador responde al nombre de Alfonso I (c. 1073-1134), rey de Aragón y Navarra, esa losa adquiere unas dimensiones colosales. El conquistador de Zaragoza (1118) y cerebro de la audaz expedición a Andalucía (1125/26), testó en octubre de 1131 en favor del cabildo del Santo Sepulcro, la orden hospitalaria de San Juan y la orden militar del Temple, para estupor de sus nobles y vasallos, que se hacían cruces ante esa sorprendente resolución. Todavía hoy, los motivos de Alfonso I para repartir su reino entre esas instituciones, a la sazón poco imbricadas en el tejido de la península Ibérica, no están del todo claros. Sirvan estas páginas para aproximarnos al misterio…
Alfonso I reinó en Aragón y Navarra entre 1104 y 1134, año de su muerte. Su figura no parecía destinada a grandes gestas. Durante el primer lustro de su reinado, se limitó a proseguir la labor de sus antecesores Sancho Ramírez –su padre– y Pedro I –su hermanastro–, en el frágil tapiz de un reino que asistía a la desmembración de la dinastía taifa yemení de los Banu-Hud, a la pujanza de los señores de Urgel y los condes de Toulouse, y a la fortaleza inapelable de Castilla, cuyo rey, Alfonso VI, dispuso la boda de su heredera Urraca con nuestro Alfonso.
La obra de ingeniería política tramada por el castellano, reverso del Cid Campeador en el Poema y en la vida real, no pudo ser, pese a sus altas miras, más desafortunada. Urraca y Alfonso contrajeron matrimonio en septiembre de 1109 y desde esa fecha se enzarzaron en una lucha sin cuartel por los derechos patrimoniales de Castilla. La orden de Cluny y la nobleza borgoñona apoyaban a Urraca (no hay que olvidar que la reina se había casado con Raimundo de Borgoña en 1090, fallecido en 1107, y que de ese enlace nació Alfonso Raimúndez, el futuro Alfonso VII el Emperador), en tanto que la burguesía de las ciudades fiaba sus cartas al Batallador.
Sea como fuere, la alianza en el lecho de los reinos hispano-cristianos acabó como el rosario de la aurora, con guerras civiles, pactos violados y repudios que empantanaron a Alfonso I en las aguas castellanas y le hicieron descuidar otros designios más ambiciosos y harto más urgentes.
Y es que mientras las familias más linajudas de Castilla deshojaban la margarita del poder, manejando al infante Alfonso Raimúndez como a una marioneta, en Aragón los Banu-Hud sucumbían al impulso de los almorávides, una dinastía beréber que en 1110 tomó Zaragoza y amenazó Barcelona cuatro años más tarde.
Poco a poco, el conflicto con Urraca se fue serenando –si bien Castilla fue siempre una china en el calzado del rey–, lo que permitió que el Batallador volviera los ojos al Valle del Ebro para emprender batalla contra los insaciables almorávides.
Fundada por dos hermanos de la tribu lamtuna, predecesora de los tuareg, esta dinastía se expandió tras el paréntesis abierto por los taifas del siglo XI y fue devorada por los almohades en la segunda mitad del XII. Capaces de poner contra las cuerdas al mismísimo suegro de Alfonso I en Sagrajas (1086), los “habitantes de las rábidas” –que no otra cosa significa almorávides– presumían de contar sus batallas por victorias hasta que, en el horizonte, se perfiló la figura regia del aragonés.
Durante cerca de dos décadas, entre 1118 y su muerte, Alfonso I hizo honor al sobrenombre que le brindaría la Historia: el Batallador. La Crónica de San Juan de la Peña (escrita a iniciativa de Pedro IV el Ceremonioso –s. XIV) no escatimaba elogios a su persona: “Clamábanlo don Alfonso batallador porque en Espayna no ovo tan buen cavallero que veynte nueve batallas vençió”. Veintinueve batallas, nada menos…
¿Quién sino él pudo recuperar Zaragoza en 1118, y tomar en sucesivas campañas Tudela, Tarazona, Calatayud y Daroca? ¿Quién sino él pudo trazar el golpe maestro de Cutanda, por el que las tropas aragonesas derrotaron a las fuerzas musulmanas que, desde Valencia, se aprestaban de nuevo hacia la anhelada Zaragoza? ¿Y quién pudo discurrir, en una fecha tan temprana como 1125, una expedición tan osada como la que llevó a sus huestes a Valencia, Murcia y Andalucía, y que, de acuerdo con las fuentes musulmanas, incluyó un paseo del monarca por la costa de Vélez-Málaga?
Alfonso I el Batallador ingresó por méritos propios en esa particular mitología de la Reconquista, un selecto y refinado club hecho de arrojo y leyenda a partes iguales.
Las hazañas del imperator –título al que renunciaría en 1127, por el pacto de Tamara– fueron tantas, que su sola mención serviría para dar forma y fin a este artículo. Gracias a un prodigioso estudio de José Ángel Lema Pueyo, de la Universidad del País Vasco, podemos seguir El itinerario de Alfonso I el Batallador (1104-1134) a lo largo y ancho de la Península; y, durante su lectura, el asombro corre paralelo a la incredulidad por semejante trasiego: “Allá donde se desplazaba el monarca, se trasladaba la dirección de los asuntos de gobierno. Alfonso I constituye un caso ejemplar a este respecto, pues puede afirmarse que ‘;quemó’ sus fuerzas y energías viajando por España y el Midi de Francia”.

Treinta años de reinado, con sus luces y sus sombras, sus aciertos y sus errores, su coraje y sus vacilaciones, que concluyeron cuando, en 1134, sufrió la mayor derrota de su carrera de armas, en Fraga, una importante plaza que había ganado a principios de 1133 y perdido pocos meses más tarde. Pues bien: el 17 de julio de 1134, un contraataque almorávide destruyó al valeroso ejército del rey, quien, pese a sobrevivir a la catástrofe, sufrió graves heridas que pusieron fin a sus días el 7 de septiembre de ese mismo año, en una pequeña aldea entre Sariñena y Grañén. Tenía sesenta y un años.

PFA