sábado, 21 de octubre de 2017

VIRGENES NEGRAS II


Gerberto no quiso revelar jamás el secreto de su empleo, pero a las preguntas que se le formularon respondía siempre que el funcionamiento del artefacto era muy simple y se basaba enteramente en el cálculo con dos cifras. Ahora bien, esta descripción corresponde en definitiva a la de un ordenador.
A su muerte, Silvestre II, a causa de sus investigaciones y sobre todo de aquellas maquinas consideradas por la mayor parte de las gentes como "brujería", fue maldecido por la población y, durante siglos, tachado de la lista de los Papas que habían reinado. De todo esto, nosotros recordaremos que un iniciado alquimista benedictino francés había asimilado, ya en el siglo x, todos los secretos de la civilización y de la ciencia oriental, y que fue incomprendido por el pueblo de su época, pero apoyado ya por la mayoría de las gentes de la iglesia que entonces contaba en Occidente.
Así se aclaran los caminos seguidos por el pensamiento y las verdaderas investigaciones de los intelectuales de aquella época, detrás de las formulas publicitarias oficiales, de las peregrinaciones y de las guerras santas. En España se produce por primera vez el encuentro entre el mundo séptico y el oriental. Allí es donde los benedictinos y algunos otros logran la síntesis entre esas dos iniciaciones, y es de esa nueva síntesis como nacerá en nosotros, muy rápidamente, e incluso bruscamente, la primera civilización desde la caída del mundo romano.
Será una civilización iniciática muy particular, que transcenderá sus dos fuentes en un modelo original y que conocerá su apogeo en los siglos XII y XIII, en la época en que aparecerán por todas partes nuestras pequeñas Vírgenes Negras.
Pero ya en los siglos x y XI esta civilización se afirma y trastorna a Europa. De España, aquellos hombres han traído una ciencia autentica, los comienzos de la literatura de ficción y de la poesía, el arte del grabado y unos preceptos educativos que lentamente formaran, a la sombra de las abadías, a los jóvenes señores en el ideal caballeresco. También traen principios nuevos de construcción que permitirán la eclosión del arte románico.
Antes del año mil no se produce ningún momento importante. A partir de finales del siglo x, centenares de grandes edificios románicos son construidos en pocos años por los benedictinos en toda Francia y en Europa. Todos los historiadores lo han señalado. Se destruyen sistemáticamente iglesias para construir otras nuevas en su lugar. De Oriente es de donde aprenden el arte de la construcción monumental, las técnicas que han permitido reemplazar las pequeñas capillas de antaño por grandes iglesias altas, amplias, sublimes por la perfecta armonía de sus proporciones, adornadas con motivos escultóricos que rápidamente llegan a la maestría. Ciertamente, los edificios románicos se revelan, por su amplitud, como superiores a los monumentos que nos dejaron los árabes de la misma época. Los benedictinos, nos consta, habían descubierto y conservado algunos secretos de aquellos magos de la piedra que fueron los druidas.
Desde ese punto de vista al menos, tenían una ventaja sobre los árabes. Pero, sin los recursos de estos últimos, sin la prodigiosa ciencia matemática de las proporciones, de las relaciones entre fuerzas y volúmenes, que ellos descubrieron súbitamente en Oriente, toda aquella magia de la piedra céltica no habría podido ser aplicada. El edificio románico como, todavía posteriormente, el gótico, ilustra mejor que cualquier otra cosa el encuentro y la fusión de esas dos iniciaciones, tan alejadas en el tiempo y el espacio, y, sin embargo, tan parecidas.
Es verdaderamente en este momento cuando el mundo cristiano sale de la barbarie, y un hombre nuevo, joven, dinámico y resplandeciente comienza a aparecer. En todas partes, se crean incesantemente nuevos poblados y se roturan más y mas tierras. El historiador Marc Bloch ha demostrado claramente que, hacia mediados del siglo xi, Francia conoció el mayor incremento de superficie cultivable que su suelo había experimentado desde los tiempos prehistóricos; las ciudades se emancipan y expansionan; el comercio se desarrolla y se crean los grandes merca- dos; reina la paz; una sabia dirección económica evita las hambres; la expansión social es continuada y los campesinos no se ven recluidos ya en sus tierras, puesto que ahora pueden viajar y conocer otros países y a otros hombres.
Todo este renacimiento se lo debemos al paciente trabajo curioso, imaginativo y de una rara apertura de la mente de las abadías benedictinas. Los grandes secretos que los benedictinos fueron a arrancar a las viejas religiones célticas y a los sabios y filósofos hermetistas en Oriente no constituyen para ellos un simple placer de la mente, una simple curiosidad intelectual, un simple juego erudito refinado y egocéntrico. En realidad, como cristianos que predican y practican el amor de sus semejantes, se esforzaron siempre, sin revelar a pesar de todo aquellos secretos, en multiplicar sus aplicaciones practicas para proporcionar beneficio a todos los hombres, en una obra constante y permanentemente acrecentada de emancipación y de civilización. Jamás se rendirá suficiente homenaje a la obra de los benedictinos de los primeros siglos. Con una continuidad y una aplicación notables, en la noche mas completa, transmitieron de generación en generación una pequeñísima llama que se convirtió, a finales del primer milenio de nuestra Era, en un formidable resplandor. Durante todos aquellos siglos, ellos fueron, en el sentido mas definitivo de la palabra, la única conciencia del Occidente cristiano.
Sin embargo, no se detuvieron ahí. El mundo hispano-árabe esta muy bien, pero no es bastante. España no es más que una manera de Oriente; en el fondo, es una simple colonia. ¿Que son Toledo y Córdoba comparadas con Damasco, con Alejandría, con Jerusalén sobre todo, la ciudad donde se hallan todos los lugares santos? Allí es a donde hay que llegar, al corazón mismo de aquellos países donde están las grandes bibliotecas, los sabios más ilustres, los secretos de los secretos...
En el año 1078, Hugo de Semur, abad de Cluny, coloca la primera piedra de la catedral de Compostela. En 1905, Odon de Lagerie, prior de Cluny, se convierte en el Papa Urbano II. En el mismo año, predica la primera Cruzada.
Y es entonces en el Puy-en-Velay, al pie de la Virgen Negra, o de la estatua que la precedió inmediatamente, donde Urbano II decide, en principio, lanzar su histórico llamamiento. No obstante, sobre el terreno cambia de opinión. En efecto, la configuración de esos lugares se presta bastante mal a un gran despliegue de multitudes. Por ultimo, se decide por Clermont-Ferrand para efectuar aquella famosa predicción. Clermont, sede de una igualmente celebre Virgen Negra..