lunes, 16 de octubre de 2017

LA TRADICIÓN CÉLTICA Y SAN BERNARDO DE CLARAVAL


Bernardo de Claraval (1090-1153) nació en el castillo feudal de Fontaine-les-Dijon, siendo sus padres miembros de la alta nobleza borgoñona. Su padre fue Tescelin la Saure, señor de Fontaine, vasallo del duque de Borgoña, jurisconsulto en la corte; su madre, Aleth de Montbard, era descendiente de los antiguos duques de Borgoña.
Siendo muy joven, Bernardo se trasladó con sus padres a Châtillon-sur-Seine y allí estudió en la prestigiosa escuela de Saint-Vorles, vinculada a un capítulo colegial de canónigos regulares. (El obispo de Langres, Brunon de Roucy, les había confiado la dirección educativa de ese centro). Bernardo descubriría en esa escuela de Châtillon la dialéctica metafísica de Platón y a otros grandes maestros, con gran aprovechamiento en distintas disciplinas (humanidades, teología, música, gramática, retórica, etcétera).
Bernardo y una treintena de piadosos amigos se reunieron en Citeaux (Cister) el 21 de abril de 1112 y pidieron al abad cisterciense, Esteban Harding, «la misericordia de Dios». Ese año, Bernardo ingresa en la Orden de Cister. Desde muy joven, el monje cisterciense comienza a adquirir reputación de santidad, y sus prédicas y escritos tuvieron desde muy pronto una gran difusión.
En Citeaux, Bernardo se consagró al estudio de las Sagradas Escrituras, de la tradición de los Padres de la Iglesia, a la regla de San Benito, etcétera.
En 1115, a petición de la diócesis de Auxerre, Esteban Harding designó a doce monjes para su tercera fundación y nombró prior del establecimiento a Bernardo. Éste y sus hermanos se instalaron el 25 de junio en los dominios de Hugo I, conde de Champaña y de Troyes; allí podrían los primeros cimientos de una gran abadía y bautizaron el lugar con el nombre de Clairvaux (Valle Claro o Claraval, de donde procede el apelativo común de San Bernardo).
Bernardo vivió en ese lugar una vida de gran austeridad y virtuosismo, maltratando su cuerpo con vigilias y ayunos, y, como relató Guillermo de Saint-Thierry, llegando a rezar de pie «de tal manera que sus rodillas debilitadas y sus pies inflamados se negasen a llevarlo».
Conforme a las reglas del ideal caballeresco, Bernardo hizo de la Virgen su dama; fue un gran impulsor del culto a María, a la que llamó Notre-Dame (Nuestra Señora o Nuestra Dama) y la consideró, de manera simbólica, como una mediadora que permitiría la ascensión por la pureza y humildad, una intercesora a través de la cual el alma se transforma en esposa mística y madre de Cristo. De hecho, también calificará a María como «tabernaculum Dei, templum Filii», al encontrar en ella el vaso sagrado o Santo Grial, la escalera, la montaña, la madre de la vida, la causa del establecimiento de la Unidad.
El papa Alejandro III dijo de Bernardo:
«Hubo un hombre enviado de Dios [...] que, prevenido y dotado de una gracia particular, manifestó con su propia conducta una santidad eminente; que brilló [...] por la luz de su fe y su doctrina, que por su palabra y su ejemplo propuso hasta a las naciones extranjeras y bárbaras los preceptos de la religión [...], que devolvió a la rectitud de la vida cristiana a una multitud infinita de pecadores que caminaban por la senda ancha del mundo; que se crucificó él mismo al mundo y crucificó al mundo en él mediante aflicciones corporales que le hicieron adquirir el mérito de los santos mártires [...].
»Este monje, taumaturgo, predicador, defensor de la Iglesia, cruzado, santo, se llamaba Bernardo de Claraval».
El profesor de Historia en la Universidad París I (Panteón-Sorbona), Alain Desgris, sostiene que «San Bernardo no puede ser considerado sólo como el reanimador de una Iglesia docente, el hermano nutricio de los concilios, sino como un hombre de audaz celo apostólico que “apagó todas las antorchas del cisma, extirpaba las herejías, confundía a los herejes, refutaba a los cismáticos”. Fue, sin duda, uno de los más eficaces destructores de vicios y hombre que sacaba a los demás de su aturdimiento para empujarles al cielo.» («Guardianes de lo oculto». Belacqva/Carroggio, Barcelona, 2002).
El abad Bernardo de Claraval, entregado a su devoción y a su celo por comprender hasta lo más profundo la esencia misma del pensamiento del Espíritu Santo, rehusando ampararse en el apostolado de su misión, firme en sus argumentos de dulzura y energía, supo utilizar mejor que ningún otro hombre de la Iglesia la amonestación, negándose a someterse a las meras servidumbres de la inactividad.
En su celo religioso, arremetía contra obispos como los de Fracastie, Palestrine y Ostie, diciéndoles: «Si vosotros no respondéis a Dios, a lo que espera de vosotros, un día sabrá haceros bajar de los lugares eminentes a los que Él os ha elevado, pero que vosotros no habéis sabido elevar con vuestras obligaciones» (Cartas 230 y 231). O abogaba por utilizar las armas «no corporales» contra los herejes: «En lugar de matar y quemar a los herejes, habría que persuadirlos para que rechazaran sus errores y volvieran a la fe verdadera, no por las armas, sino mediante los argumentos adecuados; ésta es la voluntad de Aquel que quiere que todos los hombres se salven y que lleguen al conocimiento de la verdad» (Sermones, LXIV, 1 y 66).
Hay detalles muy significativos en la vida y obra de San Bernardo que no conviene pasar por alto, especialmente si tenemos en cuenta que este abad cisterciense estaría llamado a ser mentor ideológico de la milicia de Cristo. (Algunos especialistas sostienen incluso que San Bernardo fue quien ordenó verdaderamente la Regla del Temple).
A Bernardo de Claraval, como a los propios templarios, se le atribuyeron conocimientos de la tradición druídica. No hay que olvidar que los celtas proceden de Oriente, y Bernardo —como los templarios— sabía de las raíces primordiales de muchas de las referencias sagradas del Occidente cristiano. Bernardo utilizaba un sello que representaba una serpiente escapando de un vaso roto, lo cual no es otra cosa que la representación de una sierpe druídica (símbolo de las corrientes telúricas). En «Misterios y revelaciones templarias» (Belacqva/Carroggio, Barcelona, 2003), el profesor Alain Desgris explica que el vaso roto representa el rechazo de las cosas materiales y terrestres (es decir, del tesoro que supuestamente contiene), y añade que tradicionalmente se ha representado a San Benito sosteniendo un vaso roto de donde escapa una serpiente. En «La tradition celtique dans l'art roman» (Bière, Burdeos, 1963), Marcel Moreau escribe: «Esos dos símbolos muestran veladamente la continuidad de la influencia de la vieja tradición, que ayudó mucho al cristianismo naciente y encontró en la organización de éste un refugio seguro y discreto». Sin ir más lejos, el mismo Desgris repara en las interpretaciones que se han ocultado, como, por ejemplo, la del simbolismo trascendente del número 3, que conocemos por la referencia a la Trinidad: «Padre-Hijo-Espíritu Santo», y que los templarios observaban en sus reglas cuando se imponían luchar uno contra tres o comulgar tres veces al año, oír misa tres veces por semana, dar limosna... tres veces. A este respecto, Louis Charpentier señala un curioso dato: «[…] algunas iglesias de las encomiendas que conservaban la advocación de Nuestra Señora del Temple todavía en el siglo XVII celebraban las tres misas semanales.» («Los misterios templarios». Apóstrofe, Barcelona, 1995).
Los breviarios que mencionan las fiestas de los canónigos del Santo Sepulcro —los primitivos hermanos de la Orden de los templarios— indican claramente que, desde el punto de vista litúrgico, los hermanos seguían las reglas de la Iglesia latina de Jerusalén; esas ordenanzas mencionan que comulgaban tres veces al año: en Navidad, en Pascua y en Pentecostés, lo cual prueba cuáles eran los momentos que consideraban más importantes en la vida del Hijo de Dios.
No es fruto de la mera casualidad que dicho número (el 3) se repita en otras formas religiosas tradicionales y en otras corrientes filosóficas, como en la ancestral tradición céltica, por ejemplo, donde a menudo se emplean las desinencias «tri» y «treir»; tres partes en el mundo, tres principios y tres fines. Según los textos que nos han legado los celtas, los druidas profesaban una religión trinitaria ligada a la resurrección y a la inmortalidad del alma.
Uno de los textos herméticos más antiguos, el «Poimandres» (atribuido al mítico Hermes Trismegisto, que para algunos pensadores medievales y renacentistas como Giordano Bruno, Marsilio Ficino o Pico della Mirandola fue un profeta pagano que anunció el advenimiento del cristianismo), dice:
«Esta luz, soy yo, la inteligencia, tu Dios, anterior a la naturaleza húmeda que surge de las tinieblas, y el Verbo luminoso de la Inteligencia, ése es el Hijo de Dios.
»Estos no están separados, porque la unión es su vida.
»La Palabra de Dios se elevó desde los elementos inferiores hasta la pura creación de la naturaleza, y se unió a la Inteligencia creadora, porque ella es de la misma esencia.
»En la vida y en la luz está el Padre de todas las cosas.
»Pronto descendieron las tinieblas [...] que se cambiaron en una naturaleza húmeda y confusa, y de ella surgió un grito inarticulado que parecía la voz de la luz; una palabra santa descendió de la luz sobre la naturaleza.
»Lo que en ti ve y oye es el Verbo del Señor; la Inteligencia es el Dios Padre.
»Yo creo en ti y te rindo testimonio; yo camino en la vida y la luz. Oh Padre, bendito seas, el hombre que te pertenece quiere participar de tu santidad como tú le has dado poder».
En cuanto al Evangelio de San Juan, el más apreciado por los templarios —y por los culdeos de la Iglesia céltica—, observamos que viene a decir lo mismo en su revelador prólogo:
«En el principio era el Verbo y el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios.
ȃl estaba en el principio con Dios.
»Todas las cosas han nacido por Él, y nada ha nacido sin Él de cuanto ha nacido.
»En Él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres.
»La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la abrazaron.
ȃsta es la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo.
»A los que la recibieron les dio poder de convertirse en hijos de Dios, a aquellos que creen en su nombre» (Juan 1, 1-12).
San Bernardo y los templarios, como muchos otros sabios cristianos, comprendieron que si el Verbo de Dios ya era en el principio, y siendo éste la «raíz» primordial de toda revelación y manifestación divina ante los hombres, Cristo, como encarnación del Verbo, como «Mysterium magnum» de la Creación, no era otra cosa que el «fruto» final y más sustancioso del «Árbol de la Vida», símbolo del estado inmaculado de la humanidad libre de corrupción y pecado original antes de su caída. [San Buenaventura enseñó que la «fruta medicinal» del Árbol de la Vida es Cristo; San Alberto Magno que la Eucaristía (Cuerpo y la Sangre de Cristo) es el «fruto» del Árbol de la Vida; en el cristianismo oriental, Árbol de la Vida es el amor de Dios...].
La vida de San Bernardo proporciona episodios que lo asocian con la tradición céltica, como el sueño de su madre Aleth (referido en la «Prima Vita», I, 2) o las palabras del secretario Geoffroy en un sermón redactado con motivo del aniversario de Bernardo (Sermón XVI), que recuerda a la leyenda céltica del perro de Culann y la hazaña del héroe Cou'Howlaïnn. Pero aún hay más: en 1148, Bernardo recibe las últimas palabras del obispo irlandés de Armagh, Malachy O'Mongoir (1094-1148), más conocido como San Malaquías, autor de las profecías referentes al linaje de los Papas. (En estas profecías, Juan Pablo II, el papa de la transición del siglo XX al XXI, recibe el sobrenombre de «De labore solis»). San Bernardo escribiría la vida de san Malaquías, que murió en sus brazos camino de Roma.
Bernardo de Claraval fue considerado santo casi inmediatamente. Al parecer, algunos escritos en poder de la Iglesia romana autentificarían como milagro la leyenda según la cual la Virgen (negra) de Saint-Vorles habría dejado manar algunas gotas de leche, de las que se habría alimentado el joven Bernardo. Una de las mejores representaciones de este milagro es el magnífico retablo de San Bernardo, fechado hacia 1290, que puede admirarse actualmente en el Museo de Mallorca. Este retablo es una obra de un valor importante por su antigüedad y por lo inusual del tema en España. Pintado con la técnica de tabla al temple, se atribuye al denominado «maestro de la Conquista de Mallorca», cuyo verdadero nombre se desconoce; todo parece apuntar a alguno de los caballeros templarios que acompañaron al rey Jaime I «el Conquistador» en la reconquista mallorquina. La educación de Jaime I corrió a cargo del Temple aragonés y por esta razón suele concedérsele el nombre de «el rey templario».
Felícitas Cabello, Rosalina Cabello y Marcos Hortelano, de la Unidad Didáctica de la pintura gótica en Palma de Mallorca (Consejería de Educación y Cultura del Gobierno Balear, 1997), explican del siguiente modo la composición pictórica y simbólica del retablo de San Bernardo:
«En el centro aparece la figura de San Bernardo, abad de Claraval, bajo un arco de medio punto, con el hábito blanco, bendiciendo con una mano y sosteniendo en la otra el báculo y la regla de la Orden del Cister. La composición aparece iluminada por dos grandes candelabros situados a ambos lados del santo.
»En los cuatro compartimientos laterales se describe la vida del santo.
»En el primero, se representa al santo orando ante la Virgen con el Niño. De su virginal pecho mana un hilo de leche que llega hasta el santo. Contemplan la escena unos ángeles con cirios en las manos (ceroferarios).
»En el segundo compartimiento se aprecia la aparición de Malaquías, obispo de Irlanda, a San Bernardo; el irlandés, acompañado por dos ángeles, aparece cuando Bernardo celebra la Santa Misa en su memoria y al cual invoca como “santo”, ante la extrañeza de cuantos asisten al oficio.
»En el tercero, San Bernardo está leyendo y meditando en un paisaje natural de rocas, plantas y animales.
»El cuarto recoge al santo realizando un exorcismo a dos mujeres, mientras el resto de los acompañantes permanecen en pie, orando, con candelas encendidas».
Aunque el arco de medio punto es un elemento característico del románico, la obra en su conjunto es de estilo franco-gótico o gótico-lineal, como se pone de manifiesto por el fuerte naturalismo en la viveza cromática, donde prevalecen los colores primarios planos y el realismo. La silueta de la Virgen es lineal y la cabeza ovalada.
Especialmente, llama la atención el motivo que aparece en el tercer compartimiento del retablo, en el que el santo aparece en medio de un entorno natural. Esto recuerda unas bellas palabras de San Bernardo, en las que cabe advertir connotaciones «panteístas célticas»:
«Más cosas encontraréis en los bosques que en los libros; los árboles y las piedras pueden haceros ver lo que los maestros nunca sabrán enseñaros. ¿Pensáis acaso que no podéis libar miel de las piedras, aceite de la roca más dura? ¿Será que las montañas no destilan dulzura? ¿Será que las colinas no manan leche y miel? ¿Será que los valles no están llenos de trigo? Tengo tantas cosas que deciros, que apenas sí puedo contenerme.» (Epístola 106, editada por el abad de Boquen Dom Alexis Presse: «Les plus beaux écrits de saint Bernard». La Colombe, París, 1947).
Sostener que Bernardo de Claraval bebió en las fuentes del arte celta y de la doctrina de la Iglesia céltica no es mera especulación. (La Iglesia céltica o culdea no debe confundirse con la orden de los columbitas). La milicia de Cristo tuvo en San Bernardo de Claraval a su padre espiritual y mentor intelectual. El cristianismo de la Orden era, más que un cristianismo lunar y judaico, un cristianismo solar y joánico: el «cristoceltismo mesiánico» de Jesús el Galileo, que enlaza con el mito de la «Luz de Arturo» (Alban Arthuan), del Enviado o «Mesías Céltico» de la leyenda de Tintagel, destinado a liberar a su pueblo de las cadenas que le oprimían.
En Palestina floreció la civilización de los arios desde tiempos muy remotos, como se constata en tablillas cuneiformes (c.1700 a.C.), aunque no se puede determinar si eran iranios, indoiranios u otro grupo indoeuropeo. Sí se sabe que Galilea fue una colonia celta en el Mediterráneo cuyo nombre en hebreo (Galilee, Gâlîl Ha-Goyim) se traduce como «tierra de galos» o «distrito de los gentiles», y que la lengua vernácula de Jesús era el arameo (lengua semítica de raíz aria; lengua de los asirios o caldeos adoradores del dios Assur, representado con un disco solar alado).
Al menos hasta el siglo IV, los galos realizaron una armoniosa fusión de la fe cristiana y la religión celta. Otro importante indicio al respecto lo hallamos al analizar la ubicación de encomiendas y casas de la Orden del Temple. Se advierte que la mayoría se edificaron en antiguos caminos celtas o en antiguos emplazamientos celtas.
En España, la relación entre muchos de los enclaves templarios y la tradición celtibérica de los mismos es incontestable. Por ejemplo, en la ermita de la Virgen de Cabañas, en La Almunia de Doña Godina, en la actual provincia de Zaragoza, puede apreciarse cómo los templarios utilizaron dos cabezas de piedra (¿«bafometos»?), una representando un rostro humano y la otra un rostro monstruoso, incrustándolas con argamasa en una pila bautismal, a ambos lados del pie que la sustenta. Según los arqueólogos de la Universidad de Zaragoza que las han estudiado (Manuel Medrano Marqués y María Antonia Díaz Sanz), dichas cabezas procederían de algún yacimiento celtibérico próximo. El simbolismo no puede ser más revelador: la cabeza es el símbolo del espíritu manifestado; las dos cabezas —una, humana, con la boca entreabierta, y otra, monstruosa y dentada— podrían relacionarse con el valor de la dualidad, la oposición, la ambivalencia, la diferenciación, que la pila bautismal cristiana une mediante una reintegración activa: el sacramento del bautismo.
Paul y René Bouchet, en «Les druides: science et philosophie» (Éditions Lire Canada. Saint-Sauveur, Québec, 1995), dice que «todos los lugares iniciáticos, por tanto las catedrales o abadías, se instalaron en nudos de corrientes, donde la intensidad de las radiaciones del sol es más fuerte y donde, mediante haces de ondas divergentes, es posible comunicarse con iniciados que estén en la misma línea». Hace Bouchet referencia, obviamente, a las corrientes telúricas y cósmicas.
Bernardo de Claraval fue conocido también como el «doctor melifluus». Semejante alusión no cabe atribuirla sólo a la «miel» de la elocuencia y la dulzura de San Bernardo.
«Así es San Bernardo, un santo donde se aúnan Marta y María, la vida activa más agitada con la contemplación más encumbrada de la mística. Es un soldado, un guerrero, un político y, a la vez, un asceta rígido, un director espiritual de conciencias y un formador y fundador de monasterios con las vocaciones que sus “capturas”, como llamaban a sus excursiones apostólicas todos sus biógrafos, suscitaban. Es el árbitro de su siglo, buscado y solicitado por papas, reyes y prelados de todas las clases, para intervenir y dirimir las frecuentes contiendas que en aquella tan agitada época sin cesar existían, y el monje tan recogido y silencioso que después de muchos años no sabrá cómo es la techumbre de la iglesia del Cister. Asiste a concilios, aconseja a los pontífices, disputa con los herejes, predica una cruzada, y aún tiene tiempo y tranquilidad suficiente para escribir obras como "De Consideratione", verdadero tratado de psicología, o el de profunda teología sobre La gracia y el libre albedrío [en la que prueba el dogma ortodoxo de la gracia y libre albedrío de acuerdo con los principios de San Agustín], o de ascética elevada, como "Los doce grados de la humildad y del orgullo" [donde San Bernardo muestra que la manera de amar a Dios es amarle sin medida, y da diferentes grados de este amor], o de mística sublime, en sus "Comentarios al 'Cantar de los Cantares'". En fin, de modo asombroso y sorprendente, admiramos en él la dulcísima miel de su bondad y caridad sin límites, que se paladea sin llegar nunca a cansar, de sus sermones, y, sobre todo, cuando habla o escribe sobre Jesús y su Madre Santísima, y la severidad del asceta que se toma rigurosa cuenta a sí mismo y se pregunta incesantemente: “Bernardo, ¿a qué has venido a la Religión? ¿Por qué has abandonado el Siglo?”.» (Ildefonso Rodríguez Villar: «San Bernardo. Abad y Doctor». Mercabá, Semanario Cristiano de Información y Formación).
Bernardo defendió los derechos de la Iglesia, como poder espiritual, frente a las intromisiones del poder laico o temporal de reyes y príncipes. Las sabias y piadosas obras que compuso, muchas de las cuales sirvieron de inspiración al reformador protestante Juan Calvino, así como a Lutero le han merecido el título de «Doctor de la Iglesia».
Fundó 163 monasterios en diferentes partes de Europa y, a su muerte, el número de monasterios cistercienses alcanzaba la cifra de 343. Fue canonizado por Alejandro III el 18 de enero de 1174, siendo el primer monje cisterciense inscrito en el calendario de los santos.
La Orden del Temple le debe su magistral «De laude novae militiae, ad milites Templi» (Loa a la nueva milicia, a los soldados del Temple). Más que una semblanza y elogio a la figura del nuevo caballero templario, esta obra representa el más bello exhorto, aliento, estímulo y ánimo jamás escrito desde que San Pablo, precursor ideológico del «soldado de Cristo», definiera la acción apostólica como un combate.
(Fernando Arroyo Durán, en «Codex Templi», capítulo I: "La Orden del Templo de Salomón: primeros años y entorno social")