jueves, 8 de marzo de 2018

MASONERÍA Y TOLERANCIA (I)

Tolerancia 1

La masonería ante el siglo XXI


“Todo aquél que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano”.
El siglo XXI amanece marcado por nuevos fundamentalismos. Las imágenes de sus efectos, multiplicadas por los altavoces de la aldea global, inundan nuestra cotidianeidad hasta la paradoja: cuanta más visibilidad tienen las consecuencias del fundamentalismo más ignotas nos parecen sus causas.
Nadie debería confundirse: el fenómeno no es nuevo. Tiene mil rostros, pero su naturaleza es siempre idéntica. El fundamentalismo se desarrolla a partir de cualquier sistema de ideas o creencias que, en algún punto de su evolución, deja de dialogar, se esclerotiza, muda en pensamiento único, en certeza rígida, impermeable, represiva en lo moral y expansiva con tanta virulencia como sus fuerzas le permitan.
Los masones entendemos muy bien las raíces del fundamentalismo porque la masonería, que vio la luz en el siglo xviii, lo hizo como espacio de tolerancia en una Europa azotada por dos siglos de interminables guerras de religión. Somos una de las antítesis más claras del fundamentalismo y hemos padecido siempre sus efectos.
El fundamentalismo puede ser tanto político como religioso, las dos cuestiones proscritas de nuestras logias. El siglo XX fue especialmente prolijo en fundamentalismos políticos de todo signo, que dejaron un rastro sangriento de purgas y holocaustos. Uno de los contados colosos indiscutibles del siglo, Winston Churchill, maestro masón, estaba solo cuando advertía con claridad en los 30 del peligro nazi. Solo entonces y muy solo también cuando, en los 40, se mostró determinado a no negociar una paz que hubiera cambiado, quizás, el rumbo de la humanidad.
El virulento combate frontal del fundamentalismo político sedujo a millones de europeos en el siglo XX. Y lo hizo porque el fundamentalismo promete siempre, sea político o religioso, la paz uniforme tras barrer lo plural, la paz absoluta tras barrer lo relativo.
Ciertamente, en el campo político hemos avanzado mucho. Las profundas convicciones democráticas han demostrado ser la mejor vacuna que conocemos contra los fundamentalismos políticos. Porque quien participa en el juego democrático tiene derecho a tener ideales políticos claros, pero está obligado a tolerar los de los demás.
Tolerar, esa es la piedra de clave. La tolerancia, metavalor de la masonería, no es gran cosa, pero es un comienzo. Está lejísimos de la ciudad celeste, pero es el primer peldaño de su escalera. Para un ingeniero aeronáutico, la palabra tolerancia tiene un significado muy concreto: es el margen de desviación que puede llegar a consentir, por ejemplo, en el ángulo de inclinación de la rosca de un tornillo frente a su diseño ideal para que siga siendo, funcionalmente, un tornillo. En otras palabras: la tolerancia no es blanca o negra, no es total o inexistente; sino que se mueve en una escala de grises. El fundamentalista tiende a la tolerancia cero, pero el cero nunca es absoluto; el masón tiende a ensancharla tanto como sea posible, pero nunca será infinita.

GF