domingo, 18 de febrero de 2018

LA CONDENA A GALERAS

En 1443, un francés llamado Jacques Coeur, armador de galeras, pidió al rey Carlos VII que le dejara tomar por la fuerza a la conocida en aquella época por el nombre de la ‘chusma’: mendigos, vagabundos u ociosos, para que sirvieran como remeros en las galeras por falta de voluntarios para tal arduo trabajo. Se producía así el nacimiento de una de las peores penas que los condenados han sufrido a lo largo de la historia: la pena a galeras. Esta pena llegará a España en 1530 con Carlos I, y será implantada en otros países mediterráneos, aunque se conocen casos de implantación en países como Inglaterra o Suiza, algo extraño ya que las galeras es un barco de gran eslora, cuya tracción se reducía al uso de la vela y el remo. Al ser un barco ligero estaba dedicado a una navegación de cabotaje y además en épocas estivales, por lo que su uso se concentra en la zona del Mediterráneo y no en zonas donde la navegación se reduce a una navegación de alta mar.
La pena de galeras tenía un carácter utilitario, servía como revocación de dos tipos de penas: la corporal, donde se incluyen la pena de muerte, la mutilación de orejas, manos o pies, y el destierro perpetuo. También eran penas de carácter subsidiara contra delitos como hurtos, deserciones, herejías, atentados o rebeliones, venta de dados o el consentimiento de la prostitución de la mujer, entre otras muchas. Esta finalidad utilitaria y la dura vida en galeras llevaba a delimitar la edad del reo y el tiempo de duración de la pena. Los condenados debían tener entre veinte y cincuenta años y el tiempo en galeras debía ser superior a un año y no más de diez, aunque se hubiera decretado una condena de por vida, una verdadera hipocresía, ya que nadie aguantaría más de diez años en galeras. La Ley Pragmática de Carlos I decía así: “No sea menos de por dos años” […] “porque las condenaciones que se ficieren de un año, i medio año, son infructuosas para las dichas galeras, porque de un año de exercicio en adelante son útiles los remeros…”.
¿Pero cómo era realmente la vida en las galeras? Cada galera estaba al mando de un capitán y, tras él, los tripulantes se dividían en dos grandes grupos: la gente de cabo y la gente de remo. A nosotros nos interesan los segundos. La gente de remo estaba destinada a remar en la galera y, a su vez, era un grupo que se subdividía en los llamados ‘buenas boyas’, es decir, remeros voluntarios o que cobraban un sueldo -este grupo solía ser muy escaso-, los ‘esclavos’, entre los que encontramos cristianos, mercaderes, renegados…, y por último, la figura de los ‘forzados’: todos aquellos que estaban allí para cumplir una pena por sus delitos.
Los galeotes se sentaban en unos bancos alargados donde eran encadenados. Unas cadenas que les aprisionaban hasta su muerte, ya que ni cuando desfallecían o caían enfermos se les dejaba del todo libres, quedando siempre encadenados por el tobillo. Las galeras eran unos barcos abiertos, por lo que nada protegía a estos desdichados del justiciero sol o de los impulsos tempestivos del mar. Dormían bajo los bancos sin abrigo y cuando llegaban a los puertos se quedaban atados como animales a éstos, donde muchas veces el sol hacia que los grilletes se convirtieran en hierros candentes que les abrasaban la piel. A todo esto se le unía el terrible esfuerzo que suponía el constante acto de remar y todas las enfermedades y heridas que sufrían. No solo los latigazos en el momento en que el cómitre les gritaba “¡ropas afuera!” sino las heridas sufridas por la propia guerra, unas heridas que el galeote sufría siempre encadenado como una bestia inmunda, remando y remando hasta que la vida en su misericordia les dejaba morir, levantando envidias entre los compañeros que codo con codo veían desfallecer el cuerpo sin vida de sus compañeros de penas.
Las enfermedades estaban derivadas de la suciedad que se formaba en las propias galeras y por la paupérrima comida que jamás les salvaba de morir de inanición. Ésta se reducía al conocido como bizcocho y las menestras. El bizcocho era una especie de pan medio fermentado, con forma de torta y cocido dos veces, dado en una ración de veintiséis onzas. Este bizcocho era tan duro que tenían que mojarlo, muchas veces en el propio mar, y hacía que muchos dientes flojos se les cayeran o partieran. A esto se le añadía, una vez al día, el caldero de habas, puras y peladas. Cocidas con un poco de aceite o con dos cucharadas de agua, las cuales muchas veces se tostaban al horno, arrebatándoles las pocas vitaminas que contenían. Con los restos de bizcocho se hacia una sopa denominada ‘mazmorra’, que solo les servía para calentar el estómago vacío por las noches. Toda esta parca alimentación llevaba a las enfermedades que hoy conocemos como avitaminósicas, entre las que resaltamos el escorbuto, estados de beriberi y la pelagra. El escorbuto fue una de las peores plagas que asolaron los barcos de la Edad Moderna. Producía el quebrantamiento de huesos y hemorragias, además de llagas y lesiones en la boca, que traían consigo la caída de los dientes. En esta época se pensaba que era una enfermedad que se transmitía por la suciedad y por el aire. A día de hoy, sabemos que el escorbuto se produce por la falta de vitamina C, la cual se encuentra en grandes cantidades en las frutas y verduras.

La suciedad se concentraba en insectos, podredumbre y, por supuesto, el mal olor. Aunque estas galeras hacían escalas casi todas las noches en los puertos, el pan y el agua terminaba pudriéndose, convirtiéndose, ésta última, en un agua turbia poco apetecible. Peor lo pasaron los que hacían largas travesías por el Atlántico, entre ellos los hombres de Colón, que tuvieron que hacer las comidas por las noches para no ver los gusanos e insectos cocidos y vivos que se movían en sus platos, además de poder tragar el agua que se volvía viscosa por el gran contenido de cucarachas podridas. Aunque las galeras gozaban de estar abiertas al aire libre, la chusma tenía que vivir entre sus propios excrementos y observando todos los bichos que se reproducían entre las enjutas de las tablas de madera. Esto producía una pestilencia tal que muchos de los refinados obispos, que alguna vez tuvieron que viajar en las galeras, se desmayaron del espantoso olor.
Esta fue la horrible vida que hasta 1803 tuvieron que llevar muchos de los condenados por diversos delitos. La supresión de la condena a galeras no fue un movimiento humanitario dirigido a la chusma, sino que las galeras quedaron al margen en el momento en que aparecieron nuevas naves denominadas las ‘mancas’, las cuales ya no necesitaban el uso de los remos para la navegación.

AC