sábado, 23 de diciembre de 2017

LA HEREJIA CÁTARA Y LA RESPUESTA DE LA IGLESIA.

La respuesta de la Iglesia tuvo tres momentos desde que Bernardo de Claraval diera el toque de alarma. En un primer momento, Diego de Osma y Domingo de Guzmán, tal como hiciera antes Bernardo, entienden que los cátaros no son ningún movimiento extraño y no se sorprenden en absoluto de que la gente quiera escucharles. El mensaje que transmiten es perfectamente asumible si se aclaran algunos matices y se evitan posturas cerradas. Parten de la idea de que se debe discutir con ellos; es decir, proponen y practican la vía del diálogo en unos coloquios formalmente organizados, moderados por burgueses y nobles. ¡Nada que ver con la idea de cruzada! Es aquello que decía Bernardo de Claraval “La fe no se impone sino que actúa por convicción”. Los cistercienses y los predominicos que, en un intento por frenar el impacto de los predicadores cátaros, se habían lanzado a predicar por los pueblos, caminos, burgos y ciudades, no obtienen ninguna respuesta en la región Occitana. Parece evidente que la adopción de Domingo de Guzmán, de la defensa de los valores de pobreza absoluta al estilo de los perfectos, llegaba demasiado tarde. El asesinato del legado pontificio, después de haber procedido a la excomunión del conde de Tolosa, sería la gota que colmaría el vaso y se convertiría en una barrera infranqueable para alcanzar una solución pacífica.
Cruzada contra los cátaros
Ninguna de las medidas tomadas desde Roma para hallar una solución pacífica al conflicto de la herejía serviría para nada. Los cátaros permanecían inquebrantables en su fe. Inocencio III envía a Pedro de Castelnau para asegurarse, y en cualquier caso, obligar a que se cumplieran las órdenes, pero, como ya sabemos, el legado papal fue asesinado. El Papa, convencido de que el instigador del crimen era Raimon de Tolosa, ordena una cruzada contra el noble y contra la herejía que defiende. Había llegado el segundo momento: la utilización de la vía militar para acabar con la herejía. Estamos ante la convocatoria y la realización de una cruzada interna. Una expedición armada en un país cristiano contra otros cristianos no es algo que se hubiera previsto. En efecto ¡las cruzadas eran contra los infieles sarracenos! Inocencio III deja que transcurra el tiempo. Para él, la coherencia de la sociedad cristiana es un bien que debe guardarse y debe protegerse, y la herejía pone en peligro el bien fundamental del pueblo e, incluso, la salvación de las almas.

El asesinato del legado, decía, precipita las decisiones y el Papa anuncia solemnemente la indulgencia de cruzada para todos los que participen en el combate armado contra los herejes. El Papa compara la herejía con la peste. Con la desagradable experiencia del fracaso de la primera cruzada, que había movilizado a una gran y heterogénea multitud dispuesta a luchar y a morir para salvar su alma, ahora Inocencio III quiere tropas preparadas para el combate. La cruzada contra los cátaros no parece tan difícil ni tan complicada como las cruzadas orientales. La Provenza es un país tentador, mal defendido y con, relativamente, poca población: ha de ser una empresa fácil.

Una empresa fácil que, no obstante, se convierte en una verdadera guerra civil: el norte contra el sur. El odio desatado provoca resistencias heroicas, saqueos y matanzas brutales. Sobresale, en el bando de los caballeros cristianos, la personalidad ambiciosa de Simón de Monfort, que acaba convirtiéndose en señor de toda la región. Se celebran dos concilios para buscar soluciones, pero las condiciones de reconciliación que propone la Iglesia son consideradas inaceptables: se trata de desmantelar todos los castillos y que el conde abandone el país y viaje a Tierra Santa en un exilio de duración indeterminada, a merced de la Iglesia. La unión del conde con toda la población de Tolosa se robustece como nunca. Pedro II de Aragón acude en ayuda de los occitanos pero resulta muerto justo al inicio de los combates y sus tropas huyen despavoridas y a la desbandada. Cuando la Iglesia controla la situación, cree que ha llegado la hora de perseguir y acabar con los herejes. Hemos llegado al tercer momento.
Inocencio III confirma la regla de la orden franciscana
Durante la cruzada, Domingo había proseguido con su predicación, pobre y sin equipaje, llevando sólo el Evangelio de Mateo y las Epístolas de Pablo. Del concilio de Montpellier recibe la misión de predicar en Tolosa y, allí, funda la comunidad de predicadores con el objetivo de combatir la herejía y de enseñar los preceptos de la Fe: se trata de transformar una sociedad a partir del ejemplo de la pobreza y la fuerza de la palabra.

Inocencio III convoca el cuarto concilio ecuménico de Letrán. En Roma coincidirán Domingo de Guzmán y Francisco de Asís. Francisco solicita el reconocimiento de sus “hermanos menores”. Los obispos reciben con frialdad las peticiones de los dos santos. En realidad, temen los cambios y no se imaginan nuevas formas de vida religiosa, sobretodo si pueden ser tan opuestas a su magnífica y opulenta forma de vida. La decisión final del concilio es la prohibición: los obispos no quieren que “nadie” dentro de “su” iglesia ponga en solfa su modus vivendi. Pero, el Papa prescinde de la prohibición conciliar y aprueba ambas dos propuestas con la condición previa de que adopten una regla. Domingo amplía horizontes y, paulatinamente, la Orden de los Predicadores irá substituyendo a los cistercienses en su disposición al Papado.
fotos:
1- Pedro II de Aragón.
2- Simón de Monfort.